—Por mí, encantada. Estaba por sugerírtelo... —repliqué con
ademán desinhibido, intentando mostrarme moderna y desenvuelta, escondiendo el
nerviosismo y la ansiedad.
Durante un largo rato seguimos hablando, tocando diferentes
temas. Así me enteré que acababa de cumplir los veintinueve años. Aunque lo
intenté, no logré hacer que hablara nada más sobre su familia.
Cuando llegó la hora de cenar, Pablo me invitó al coche
comedor. Al ponernos en movimiento, me tomó del brazo y así atravesamos los
pasillos de los otros vagones.
No obstante, algo me roía por dentro. Era una sensación mezcla de miedo e incertidumbre. Tenía la sospecha de que, muy pronto, el secreto de mis sueños y de mis pesadillas al fin iba a ser descubierto. Sí, en ese momento tuve la seguridad de que, al subirme en aquel tren, me había subido al carro de mi destino. Mientras nos bebíamos el café, sacó del bolsillo de su chaqueta una pitillera de oro. Tras mirarme sonriente, preguntó: pinganillos