martes, 31 de julio de 2012

Recuerdos de cuando conoci a mi tia

Y tú debes de ser Russ —dije—. Encantada de conocerte, chico. Soy Emily. Miré a Jack. —Voy a casa de Bee. Jack agarró la correa sujeta al collar de Russ. —No vuelvas a repetir la proeza, chico... —le dijo al perro. Y luego a mí—: Te acompaño, vamos en la misma dirección. Transcurrió un minuto, tal vez un poco más, antes de que alguno de los dos hablara. Yo estaba entretenida con el ruido de nuestras botas pisando los guijarros de la playa. —¿Así que vives aquí, en Washington? —preguntó Jack. —No —contesté—. En Nueva York. —Nunca he estado allí. —¡Bromeas! —exclamé—. ¿Cómo que nunca has estado en la ciudad de Nueva York? Se encogió de hombros. —Supongo que no he tenido motivos para ir. He vivido aquí toda mi vida. Nunca he pensado en irme. Asentí con la cabeza, mirando la vasta extensión de playa. —Bueno, te diré que ahora, de vuelta otra vez en la isla —hice una pausa y miré a mi alrededor—, me pregunto por qué me fui. En este preciso instante no añoro en absoluto Nueva York.

¿Y qué te trae por aquí este mes?

¿No le dije antes que he venido a visitar a mi tía? ¿No fue suficiente explicación? No iba a explicarle que estaba huyendo de mi pasado, algo que, en cierto sentido, era cierto, o que intentaba imaginar mi futuro, o, ¡eso no, por Dios!, que acababa de divorciarme. En cambio, respiré hondo y dije: —He venido a documentarme para mi próximo libro. —Ah —dijo—, ¿eres escritora? —Sí —repuse, tragando saliva. No me gustó la suficiencia de mi tono de voz. «¿Podía realmente referirme a este viaje como a un trabajo de investigación?» Como de costumbre, en cuanto empecé a hablar de mi carrera, me sentí vulnerable. Violetas de marzo Sarah Jio —¡Qué bien! —dijo—. ¿Qué escribes? Empecé a contarle acerca de Llamando a Alí Larson y Jack, de repente, se detuvo y dijo: —¡Vaya! Con ese libro hicieron una película, ¿verdad? Dije que sí con la cabeza. —¿Y tú? —pregunté, ansiosa por cambiar de tema—. ¿A qué te dedicas? —Soy artista —contestó—. Pintor. Abrí muy grandes los ojos. —¡Fantástico! Me encantaría ver tu trabajo. Mientras lo decía, sentía que me ardían las mejillas. «¿Por qué era tan torpe, tan grosera? ¿Acaso me he olvidado de cómo hablar con un hombre?» En lugar de agradecer lo que yo acababa de decirle, una media sonrisa iluminó su cara y pateó la arena desenterrando un pedazo de madera. —Mira cómo está la playa, ¿te lo puedes creer? —dijo, señalando la basura desparramada a lo largo de la orilla—. Debió de haber tormenta anoche.

Me encantaba la playa después de las tormentas

Cuando yo tenía trece años, el mar arrojó a esa misma playa una bolsa de banco que contenía trescientos diecinueve dólares exactamente —lo sé porque conté cada uno de los billetes—, y un revólver que se había llenado de agua. Bee llamó a la policía, que siguió la pista de aquellos vestigios hasta el robo de un banco ocurrido diecisiete años antes. «Diecisiete años.» El estrecho de Puget es como una máquina del tiempo: oculta cosas y luego las arroja a sus costas en el tiempo y lugar que mejor le parece. —Dices, pues, que has vivido aquí, en la isla, toda tu vida. Entonces, seguro que conoces a mi tía. —¿Conocerla? Es una manera de decirlo. Nos encontrábamos a pocos pasos de la casa de Bee. —¿Quieres pasar? —pregunté—. Podrías saludar a Bee. Titubeó, como si recordara algo o a alguien. —No —dijo, entrecerrando los ojos mientras alzaba la vista mirando con recelo las ventanas—. No, mejor no. Me mordí el labio inferior. —De acuerdo —repliqué—. Bueno, te veré un día de estos, entonces.

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