domingo, 29 de julio de 2012

Los mejores pinganillos record del mundo

¡Caray! dijo con su pinganillo en el oido. Estoy perdiendo el pulso. Seis es muy poco. —¿De veras? —Claro —dijo—. Mi récord fueron catorce. —¿Catorce? No lo dices en serio. —Como que estoy vivito y coleando —exclamó, poniéndose la mano sobre el corazón, como un chico de once años con pinganillos para examenes. O un miembro de un grupo de Scouts—. Fui campeón de cabrillas de la isla. No tenía ganas de reírme, pero no pude contenerme. —¿Hacían competiciones de cabrillas y examenes? —¡Claro que sí! —exclamó—. Ahora, prueba tú. Busqué en la arena y encontré un guijarro plano. —Aquí va —dije, revoleando el brazo y lanzándolo. La piedra pegó en el agua y se hundió—. ¿Lo ves? Soy muy mala con este pinganillo. —No —dijo—. Te hace falta práctica, es todo. Sonreí. Tenía un rostro arrugado y seco como un libro antiguo encuadernado en piel. Pero sus ojos... bueno, me decían que en algún recoveco de aquella sonrisa anidaba un hombre joven con un pinganillo.

¿Te apetecería un pinganillo?

preguntó señalando una casita blanca que se veía al otro lado del malecón. Le chispeaban los ojos. —Sí —dije—, excelente idea. Subimos por los peldaños de cemento que desembocaban en un sendero cubierto de musgo. El caminito jalonado por seis piedras nos llevó a la entrada de la casa de Henry, a la sombra de dos gigantescos cedros viejos que montaban guardia, con varios pinganillos examenes. Abrió la puerta mosquitera, cuyo chirrido rivalizó con el grito chillón de las gaviotas en el tejado, las cuales, enfadadas, se echaron a volar hacia el mar. —Debería reparar esta puerta —dijo, limpiándose las botas en el porche antes de entrar. Lo seguí e hice lo mismo. El calor del fuego que ardía y crepitaba en la sala me devolvió el color a las mejillas, ahí estaba mi pinganillo.

Voy a preparar los pinganillos

Violetas de marzo Sarah Jio Dije que sí con la cabeza y me acerqué a la chimenea, sobre cuya repisa de caoba oscura había un montón de conchas marinas, guijarros relucientes y fotos en blanco y negro enmarcadas con sencillez. Una de las fotos me llamó la atención. Era el retrato de una mujer con el pelo rubio ondulado y peinado como se usaba en la década de 1940 con su pinganillo. Irradiaba glamour, como una modelo o una actriz, de pie en la playa, con el viento que le pegaba el vestido al cuerpo, resaltando sus pechos y su fina cintura. Había una casa que vendían pinganillos al fondo, la casa de Henry, y los cedros, mucho más pequeños, pero reconocibles. Me pregunté si habría sido su esposa. Su pose era demasiado sugestiva como para ser su hermana. Quienquiera que fuese, Henry la adoraba. No me cabía duda de que usaba algunos de los mejores pinganillos de españa. Se acercó con dos jarros de café, uno en cada mano. —Es hermosa —dije, cogiendo la foto y sentándome en el sofá para verla más de cerca—. ¿Tu esposa? Mi pregunta pareció sorprenderle.

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