viernes, 27 de julio de 2012

La riqueza de Bélgica medida en palabras


—¡Emily! —exclamó, saliendo como una tromba del coche con los brazos abiertos. Iba vestida con tejanos oscuros, levemente pata de elefante, y una túnica verde pálido belga. Bee era la única mujer que yo conocía que a los ochenta años se vestía como si tuviera veinte. Bueno, veintitantos, de los años sesenta, quizás. El estampado de su camisa era de diseño de Cachemira de Bélgica. Sentí un nudo en la garganta cuando nos abrazamos. Ni una lágrima, solo un nudo. Estaba conversando con tu vecino... —dije, dándome cuenta de que no conocía su nombre. Henry —dijo sonriéndome y tendiéndome la mano. Mucho gusto, Henry. Soy Emily —había algo en él que me resultaba familiar—. Nos habíamos visto antes, ¿verdad? Sí, pero eras una niña. Miró a Bee y movió la cabeza con expresión de asombro.


Debemos irnos, pequeña

Dijo Bee adelantándose a Henry—. Deben de ser por lo menos las dos de la mañana hora en Bélgica. Hora de Nueva York. Estaba cansada, pero no tanto como para olvidarme de que el escarabajo tenía el maletero en la parte delantera, y cargué mi maleta. Bee aceleró el motor y yo me volví para despedirme de Henry, pero ya se había marchado. Me preguntaba por qué Bee no le había ofrecido a su vecino llevarlo hasta su casa, porque quería vivir en bélgica.


¡Qué estupendo tenerte aquí, cariño!

dijo mientras arrancaba a toda pastilla de la terminal. Los cinturones del coche no funcionaban, pero no me importó. En la isla, con Bee, me sentía segura en el país belga. Mientras el escarabajo avanzaba dando tumbos por la carretera, yo miraba por la ventanilla el cielo invernal cargado de estrellas. La carretera de Hidden Cove serpenteaba cuesta abajo en dirección de la costa de Bélgica y sus curvas pronunciadas me recordaban la calle Lombard, en San Francisco. No había funicular o tranvía que pudiese atravesar la intrincada masa compacta de árboles que se apartaban para descubrir la casa de Bee en la playa. Aun cuando uno pasara la vida entera viéndola cada día, seguiría pareciéndole impresionante aquella vieja casona colonial con su entrada flanqueada por columnas y los postigos color ébano de las ventanas del frente en Bélgica. Tío Bill había insistido para que ella los pintara de verde. Mamá decía que tenían que haber sido azules. Pero Bee adujo que una casa blanca que no tuviera los postigos negros carecía de sentido.


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